INOCENTE PENSAMIENTO ALEATORIO #1:
Irene y yo… y mi otro yo (Me, myself and Irene) es, de todas las películas que he visto, la que más me ha hecho reír en la vida. Probablemente esto hable por sí solo del estúpido humor que tanto disfruto. Como no me la habían recomendado muchas personas la vi sin muchas expectativas, lloré de risa en varias ocasiones y no pude dejar de repetir muchas escenas. Debió haberme tomado más de tres horas verla por completo y en casos como este, puedo decir que no lamento tener mala memoria para las películas (aunque sí recuerdo haber escuchado una canción de una de mis bandas favoritas, Cake).
NO TAN INOCENTE PENSAMIENTO ALEATORIO #2:
Si mal no recuerdo, debió haber ocurrido en 1997. Yo pesaba 30 kgs. menos, lucía un peinado que uno sólo puede considerar interesante a los dieciocho años y el idealismo que había abrazado por algunos años estaba en peligro de extinción. Estaba cursando el último año de preparatoria cuando, aprovechando una pausa entre clases, se acerca [inserte nombre de entrañable amigo] y de buenas a primeras me suelta el siguiente comentario en ayunas: «Güey, ¿qué crees? Anoche vi a la maestra de [inserte nombre de materia aleatoria] bailando en un table».
No es inusual que me aborden extraños en la calle y con la mayor naturalidad comiencen a platicarme relatos psicotrópicos. Generalmente imito sus expresiones faciales en la medida de lo posible (o porto mi mejor poker face), limito mi participación vocal al mínimo y me despido de ellos con un apretón de manos. Pero esto rayaba más allá de mi retorcida lógica; de haber sabido en ese tiempo de un apropiado acrónimo como WTF, hubiera hecho un perfecto uso de él.
En un universo paralelo, ese hecho me hubiera parecido de lo más normal; nuestra maestra en cuestión, si bien no era joven, nos parecía que tenía cierto encanto. Pero en éste, o mejor dicho aquél, me parecía que la mente nos jugaba trucos tanto a mi querido amigo como a mí. Su visión debió haber sido afectada por los efectos estimulantes de la danza exótica y mi oído debió haber acomodado palabras aleatorias provenientes de una docena de conversaciones distintas del salón de clases. Aún así, después de quince años, en ocasiones me asalta la duda de si en realidad ocurrió. Y para ser francos, a partir de ese momento me costó trabajo no imaginarla bajo un filtro de luces de neón.
Ni siquiera cuando nos llevó a la Cervecería Modelo para que conociéramos sus procesos de elaboración. Recuerdo haber pasado de un cuarto muy frío a uno muy caliente, varias veces. Recuerdo haber percibido olores muy desagradables que no invitaban en absoluto a beber. También recuerdo haber atestiguado cuando a [inserte nombre aleatorio de compañero] le sorprendieron intentando meter a su mochila una lata de cerveza directamente de la línea de producción. «Jóvenes, al final del recorrido les vamos a invitar a que disfruten varias. Por favor regresen las que tomaron para no perder el control que llevamos».
Y ciertamente el recorrido terminó en una especie de bar que, al menos entonces, la empresa tenía destinada para sus visitas. La maestra se sentó en nuestra mesa y nos platicó de sus tiempos trabajando para la compañía (Su trabajo de día, dije para mis adentros). De esa conversación preservo el dato de la comparación que hizo de lo que pudo comprar con el reparto de utilidades de un año y su observación respecto a un producto en particular. «Es muy curioso, la cerveza Victoria no es más barata que las demás marcas, pero se vende más en las zonas populares».
Popular o no, ese recuerdo iba a quedarse muchos años en mi memoria. Justamente cuando salieron al aire los comerciales de unos supuestos norteamericanos que ingresaban al país y querían llevarse de regreso unas cuantas cervezas de manera ilegal. «Victourria», gritaban desesperados. Y así era como mi no menos entrañable amigo Everardo y yo la pedíamos cuando salíamos de viajes de trabajo. Se volvió todo un clásico pedirlas de este modo cuando salíamos a comer después de muchos kilómetros, horas y líneas de código recorridas. Era nuestro chiste local y nuestra compañera de viajes, que si bien fueron duros, también lo fueron divertidos y aleccionadores.
Y a partir de ese momento, sin poder explicarlo, supe que se había forjado en mi una extraña afición. Comprendí entonces las publicitarias analogías de la vida que siempre me habían parecido absurdas y entendí que un trago y una buena compañía podrían evocar agradables recuerdos de manera casi instantánea. No puedo dejar de sentir algo muy parecido a la ternura cuando en una reunión soy recibido con la frase «Te traje unas Victorias»; y en un juicio carente de humildad, cuyo lujo no me doy a menudo, considero que estoy haciendo un buen papel como amigo.
EFERVESCENTE REFLEXIÓN CERVECERA:
Probablemente se hayan combinado un estigma populista con una incrédula curiosidad morbosa para determinar mi inclinación por esta cerveza. Quizás haya visto esa película en un momento de mi vida en el que necesitaba reír a carcajadas. Sin duda, lo que resulta es una fermentada y rebuscada explicación por la definición de mis gustos. Un solitario e innecesario arrebato de argumentos por defender que me gusta lo que en apariencia es sencillo y lo accesible. En ocasiones resuello cuando no encuentro Victorias en el supermercado y justamente antier descubrí que la caja que contiene mi comedia favorita estaba vacía.
¡Salud!